¡¡Cuánto les debemos a nuestros abuelos y abuelas!!
¡¡Cuánto nos acordamos de ellos y ellas!!
Gran parte de lo que hoy somos y cómo somos, se lo debemos a
nuestros abuelos y abuelas.
Con ellos nos hemos criado, nos han malcriado, nos han
consentido y educado. Han estado ahí con nosotros cuando nuestros padres, por
motivos laborales, no han podido estar con nosotros.
Nos han dado el desayuno, el almuerzo, la comida, la
merienda y la cena. Nos han llevado a la “guardería”, al colegio y al parque.
Con ellos hemos jugado, reído y llorado.
Por desgracia, solo me queda un abuelo con vida, mi abuelo
Vicente, con 90 años.
De todos guardo bonitos recuerdos de momentos que nunca
olvidaré. Y que hoy quiero compartir alguno con vosotros, aunque me toque
llorar y también se me escape alguna sonrisa al recordar algunos momentos...
Mi pasión por la naturaleza me la inculcaron mis abuelos.
Ambos tenían sus huertas. Me llevaban muchas tardes y algún que otro sábado por
la mañana. Me enseñaban cómo se cultivaba, la importancia del agua, cómo y
cuándo recolectar y el respeto al medio ambiente. Qué bonito era recoger la
cosecha y llevarla a casa. La huerta de “el Candilico” de mi abuelo Pepe, la
del “barranco Chiva” o “el Remolino” de mi abuelo Vicente. Cultivaban patatas,
cebollas, tomates, pimientos, berenjenas, “bajoqueta”… Cosechaban para casa y siempre queda para la
familia, amigos y vecinos.
Cómo no recordar el arte y la mano de mis abuelas, Andrea y
Nati, para transformar estas hortalizas en las mejores comidas que jamás he
probado. Cada una en su estilo, pues mi abuela Nati era vasca y, mi abuela
Andrea andaluza. Y cómo me malcriaban… Recuerdo que mi madre las reñía porque
me hacían siempre patatas fritas. Y un día mi abuela Andrea le contestó a mi
madre “con lo que yo he pasado en esta vida para comer porque no teníamos ni
comida ni dinero… Y ahora que no nos falta, que no quieras que le dé tanto de
comer al crío…”. Yo era feliz con patatas fritas y un trozo de carne. Pero todo
lo que cocinaran me gustaba más.
Mi abuelo Pepe era carpintero, me intentaba enseñar el
oficio, pero no lo consiguió. Recuerdo lo que disfrutaba él viendo cómo dábamos
forma a las fallas cuando empezamos. Siempre metía mano y nos aconsejaba.
Y con esto de las fallas, fue mi abuela Andrea quien me
enseñó a hacer los buñuelos. Y lo mío que me costó, porque ella era zurda y yo
diestro. Y no me aclaraba. Pero le cogí la marcha.
Recuerdo esas tardes en casa de mi abuela Nati jugábamos a
las cartas, al parchís, al dominó, al bingo (ahí mi abuelo se apuntaba).
Siempre me dejaban ganar (menos al bingo). Aunque siempre me iba a la cama con
100 pesetas. Las cuales guardaba muy bien hasta tener un dinero ahorrado que
invertía en hacer regalos a mis abuelos y mis padres.
A mi abuelo Vicente le encantaba ver que en el colegio y los
estudios me iba bien. Y me decía “galán, estudia derecho para algún día
trabajar sentado”. Siempre me decía que el trabajo en el campo era muy duro y
que daba poco a ganar. Razón no le faltaba. Hoy, a sus 90 años y una memoria
prodigiosa aún me lo dice. Pero lo que más me gustaba era ir al “Cerro Mojón” a
sus casetas de madera, su balsica de agua para los animales, beber agua fresca
del pocico y correr entre sus olivos y algarrobos. También tenía su viña y sus
higueras.
Siempre digo que los abuelos deberían ser ETERNOS. Pero
mientras nos acordemos de ellos y no caigan en el olvido, nunca morirán. Porque
siempre es un orgullo acordarse de ellos. Y siempre les estaremos agradecidos
por todo lo que han hecho por nosotros y por todo lo que nos han enseñado. Soy
lo que soy y cómo soy gracias a ellos.